El salto cultural que necesitamos

La novísima ley aprobada en el Congreso de la República sobre penalización a las infracciones cometidas por peatones es un paso en la dirección correcta. La imprudencia y temeridad de algunos peatones debe sancionarse. Sin embrago, no es suficiente pero suma. Veamos.
La trama y dinámica urbana de la calle es el resultado acumulado de múltiples interacciones y adaptaciones. En ella se confunden los transeúntes con los vehículos y todos los que trabajan en el espacio público. No todo lo que sucede en ella es “regulable” ni es susceptible de operar bajo reglas conocidas de antemano. La calle es un escenario de conflicto. Pero lo es porque, además de la diversidad de usos simultáneos que la convierten en compleja y congestionada, no están definidas (ni interiorizadas) claramente las preferencias: ¿Quién tiene prioridad: el peatón, el vehículo privado, el vehículo de transporte público, la bicicleta? Nadie lo sabe a ciencia cierta. La intuición nos indica, y la realidad nos muestra, que los vehículos motorizados se imponen. Incluso, en circunstancias de grave congestión, se puede apreciar la invasión de los autos en veredas o zonas no aptas para la circulación vehicular.
La mayoría de peatones asumen una conducta de inevitable adaptación a esta realidad en la que imperan los autos. Cuando están en un crucero peatonal, no confían en lo que indica el semáforo. Prefieren observar la calzada y sólo si no viene un vehículo o éstos están detenidos, procede a cruzar. Lo que ocurre a menudo es que las intersecciones se saturan de vehículos y no “queda otra opción” que la de cruzar por los resquicios que los vehículos dejan y no siempre por las esquinas. Si los vehículos de transporte público se detienen en todas partes y no respetan los paraderos, el flujo de pasajeros que sube o baja de ellos realizará peripecias a mitad de cuadra y a media calzada para dirigirse a su destino poniendo en riesgo su propia seguridad.
Todo lo indicado nos muestra un escenario de desorden, de inseguridad y de desconcierto. Escenario en el que los y las transeúntes son los que más sufren.
La policía de tránsito está entrenada para atender la demanda de los vehículos. No es preciso rebuscar entre la cantidad de normas existentes para afirmarlo. Es una constatación cotidiana. En zonas de la ciudad normalmente congestionadas la labor policial es “garantizar la fluidez” vehicular y, al hacerlo, poco importa si los transeúntes pueden cruzar de un lado al otro de la calzada. Pensemos en la Javier Prado/Arenales (a toda hora) o en los alrededores de la Plaza Unión entre las 5 y las 8 de la noche. Imaginen las peripecias de los escolares que desean cruzar la Av. De la Marina a cualquier hora del día. En todos estos casos y muchos más en nuestra enorme ciudad, los peatones somos la última rueda del coche y nos vemos obligados a realizar las maniobras más arriesgadas incluso a sabiendas de la imprudencia teórica y real que contienen.
El serenazgo, allí donde operan estos servicios municipales, suele apoyar la tarea policial olvidando también a los ciudadanos de a pie. Si observamos la estadística policial de multas/papeletas impuestas a los choferes por agresión al peatón o por tocar bocinazos descaradamente o por bloquear los cruceros o invadir las cebras constataremos que no son relevantes o no existen (estadísticamente hablando). Revisemos también las estadísticas construidas en base a las denuncias ante los servicios de serenazgo: casi inexistente es el reclamo de peatones y transeúntes por sus derechos de circulación y uso de la ciudad (salvo aquellas quejas de autos mal estacionados invadiendo la acera).
La tarea de transformar esta realidad es entonces compleja y no sólo dependerá de la persuasión que resulte de la imposición de penalidades a la parte más desprotegida de la cadena. Si los ciudadanos además de papeletas recibimos la garantía de que el peatón tiene la preferencia, si contamos con una policía más amable con los transeúntes que con los autos, si las municipalidades señalan veredas y calzadas sin olvidar al que camina y si racionalizamos el transporte público de modo que disminuyan o desaparezcan combis y colectivos, todos juntos mejoraremos las pautas de convivencia y lograremos un cambio cultural en el uso de la ciudad del que nos sentiremos orgullosos sin duda alguna
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