Una travesía hacia el recuerdo*
Era para mí un recorrido
complicado. Caminar por Miraflores con otros ojos (en realidad con los mismos
pero teñidos por otra mirada) resultaba un reto de imprevisible resultado.
Tendría que despojarme de la nostalgia inevitable que la infancia transcurrida
en ese distrito me imponía. Habría que colocar entre paréntesis la costumbre de
muchos años viviendo en este barrio clasemediero, pero con pretensiones de ser
la locomotora de la modernización capitalina y con un deliberado elitismo
residencial, para reflexionar desde el presente e intentar interpretaciones y
significados diferentes a los del habituado vecino. Otro desafío, pensaba, era
despojarse de la cotidianeidad pues la zona elegida para el viaje, desde el
parque Central hasta Larcomar, es actualmente mi hábitat de trabajo diario. Y
no puedo, sin perder verosimilitud, sobrepasar las memorias ni la nostalgia. De
modo que la mirada tendrá el peso del que observa y estará revestida con el
ropaje del que actúa en el espacio del recuerdo.
Una descripción sirve para
empezar: Miraflores ocupa un área de 10 km2 aproximadamente. Dentro de él
habitan, según el último censo, no más de 78,000 personas que ocupan alrededor
de 30,000 viviendas; sin embargo, lo visita diariamente una población flotante
seis veces superior a su población oficial. La franja de malecón más extensa y
mejor expuesta para el uso público de todo el litoral capitalino se ubica en el
distrito por su lado oeste lo que le brinda una sensación de amplitud inapreciable. Al extremo norte colinda con el refinado
distrito de San Isidro, al sur con Barranco bohemio y fiestero al tiempo que
tradicional. Al este el popular e industrioso Surquillo, bautizado en los años
setenta como Chicago Chico y con una pequeña porción del distrito de Surco.
Las prácticas posibles y reales
del presente corresponden a la experiencia simultánea y yuxtapuesta de esta
diversidad. Jubilados buscando distracción y entretenimiento vespertino, jóvenes
conquistando espacios para vivir su inquieta sexualidad, empleados y vendedores
apurados que transitan en todos los sentidos, obreros municipales que limpian,
plantan y vigilan, solitarios en busca de un encuentro, turistas agrupados o en
parejas descifrando el secreto que hace atractivo este paraje urbano,
vendedores de viandas y sánguches de sabor nacional, visitantes diurnos y
visitantes nocturnos, solitarios en la muchedumbre. Todos estos “usuarios de la
ciudad” como diría De Certeau, están andando y haciendo su propio y peculiar
trayecto. Diversidad de personas, de procedencias y características sociales,
de razones para estar o pasar por allí, de horarios que se acompañan con una
luz que varía con el pasar de las horas y que imprime relajo y sosiego a
algunos y apuro y tensión a otros. No es fácil percatarse del efecto que el
espacio sinuoso y ordenado del parque, perfectamente marcado por un diseño
arquitectónico que aspiraba, deliberadamente, a estimular diversos y variados
usos genera entre sus transitorios inquilinos. Ellos siempre están enfrentados
a múltiples caminos que semejan las disyuntivas de sus propias vidas. No es
pues un lugar con sentido unívoco ni tampoco parece cumplir con las señas de un
“espacio disciplinario” tal como lo define Foucault.
Interesa que en este lugar
confluyen suavemente, con inquietante naturalidad, gente de clases y
procedencias diferentes que traen consigo hábitos y maneras de ser también
diversas y hasta divergentes. No obstante, la convivencia (más preciso es
hablar de concurrencia simultánea) es posible y se renueva cotidianamente. Y en
ese encuentro circunstancial de lo diverso, en ese contraste incesante, parece
residir la fuerza simbólica de su esencia. Contribuye a que ello se materialice
la creciente socialización de ciertas reglas de uso y de desplazamiento que han
sido creadas por la municipalidad y aceptadas por el común que, sin llegar a
“obtener una completa docilidad del cuerpo”, imprimen una disciplina básica
compartida sin tropiezos ni fracturas.
En efecto, Miraflores es un
buen lugar para andar sea cual fuere el trayecto que uno diseñe o que, llevado
por esa indescifrable fuerza que nos empuja a salir y a recorrer la ciudad (la ciudad
soñada), nos permite disfrutar del espacio abierto y del circuito comercial
que lo rodea y le da vida e intensidad. Pero al mismo tiempo hace posible para
los más aventureros o los que disponen de más tiempo para vagabundear el
disfrute de la brisa marina y la apreciación, desde lo alto, del mar en su
infinita inmensidad. Propone también una trama física que alienta performances
individuales que complacen la curiosidad de caminantes al tiempo de abrir
fisuras trasgresoras que escapan a la vigilancia uniformada. Reglas silenciosas
y autoridad conviviendo con símbolos de apertura y libertad. Cuadrícula urbana
en contrapunto armonioso con la linealidad y amplitud costera. Es en definitiva
un espacio abierto y cerrado al mismo tiempo.
En el centro de mi distrito, el
hogar extendido de Benjamín, siempre hay gente y gente en movimiento. Es un
territorio dinámico atravesado por gran cantidad de rutas y buses de transporte
público que la conectan por igual con el arenoso sur y el aglomerado y pujante
norte. Por sus vías principales puedes coger un vehículo que te conduzca al Callao
como a Santa Anita sin necesidad de hacer trasbordos. De modo que, aunque las
razones de “estar allí” no sean las de atender las tentaciones del consumo
encapsulado ni tengan un propósito específico y predefinido, el festival de
rostros y posibilidades de observación y acción aparecen incontables y alientan
la imaginación. De algún modo y desde hace mucho –el apacible y elegante
balneario de comienzos del siglo XX quedó en el recuerdo desde que la
conurbación metropolitana empujó al tranvía a desaparecer y, en un movimiento
paralelo produjo el urbanismo mesocrático distintivo que provocó,
paradójicamente, la decadencia y desubicación de las casonas familiares
aristocráticas -como la de la familia Marsano-. Parecería que el centro del
distrito simula y pretende ser, secretamente, el centro de la ciudad.
Los andantes de hoy no pueden
imaginar que por las calles agitadas que los acogen circulaban antaño, plácida
y discretamente, los urbanitos. Los
recuerdo azules y crujientes, siempre con un chofer amigable y suficientes
pasajeros como para no estar vacíos y llevarnos a destinos cercanos sin prisa
ni sobresaltos. Años más tarde dejarían esa encantadora denominación para
suplirla por el “Tacna – Trípoli” o cualquier otra dupla indicativa de las
localidades o avenidas que unía. Tampoco imaginan la densidad de barrios[1]
que el distrito albergó –y alentó- como la Gato Pardo, Chacaltana o Mendiburo
por mencionar sólo algunos. Todos ellos con vida y características propias y
transmisibles por más de una generación. Eran ocupantes permanentes de la calle
(igual una banca que un muro, la acera de una quinta o la esquina siempre
atendida por un “chino”).
Mi barrio, atendido por el
libidinoso y de enigmática edad Choy Ki Fox, mejor conocido como chino
Ricardo, inmejorablemente ubicado en una de las cuatro esquinas que dieron
cabida a mi vagabundeo infantil, tuvo vida propia. No sólo ocupación masculina
de la calle que era usada con la misma naturalidad con la que los propietarios
de hoy construyen edificios para reemplazar las casas de nuestra infancia, sino
que las reglas y horarios eran construcciones micro sociales impulsadas por la
propia “collera” o grupo barrial. El estar allí, impedía que otros ocuparan nuestro
lugar. Ese era el contrato y, de algún modo natural, ese “estar” significaba
una trasgresión a la lógica de un espacio público. Para usar la banca de piedra
semicircular o la esquina con la certeza rutinaria con la que el colectivo barrio
hacía uso de ellas sólo había un camino: integrarse al grupo y someterse a una
impredecible pauta de iniciación.
Utilizando a De Certeau, se
trataba de una retórica del estar más que del andar pues la
apropiación de la topografía –y del paisaje- era una evidencia que se
materializaba con la ocupación más que con el andar. Las bancas de la avenida Aviación
eran parte de nuestra vida y salvo el loco llamado Agilito que no
requería credenciales para usarlas y a quien todos respetábamos, nadie más de
los alrededores se atrevía a hacerlo. En nuestro territorio los menores jugaban
canga mientras los mayores, sentados sobre el respaldar y con las
espaldas curvadas, divagaban sobre fútbol, música y mujeres. Y esta conducta
repetida en verano e invierno durante largas horas de cada día consolidaría el
control del espacio que seguiría albergando, años más tarde, a los que venían
detrás. Esta parte de la ciudad era nuestra vida y nuestra vida no podía
descifrarse sin estas calles, esquinas y plazuelas que hoy habitan en mi
memoria. Se trataba de un contrato de usufructo en el que nuestros
enunciados barriales se encarnaban y adquirían materialidad. Bastaba
llegar y dar el silbido característico, ni suave ni agresivo, operado como
código compartido y permitido sólo a los integrantes, para presenciar la
paulatina y natural aparición de uno tras otro de los miembros de la cofradía.
Se me hace difícil imaginar que este mismo efecto mágico suceda hoy si, por
morbo o por ánimo investigador, me arriesgara a sentarme como antaño y silbar
un par de veces. Esta parte de la ciudad guardada en mi memoria cambió, la
historia no le concedió el beneficio de la intangibilidad. Hoy es otro paisaje,
con otra densidad y con las calles vacías de barrio.
Otra experiencia, que es a la vez metáfora del andante (como lo clasificaría De Certeau pero también como García Canclini y otros), que sobrevive en mi recuerdo y que constituyó una singular manera de apropiación limitada de (parte de) la ciudad es la del caballero de la desilusión. Se trataba de un señor de mediana estatura y tez blanca que, desde mi juventud, lo recuerdo envejecer escribiendo y caminando –en un incesante ir y venir- en la acera de la Diagonal, colindante al parque Kennedy. Su rostro se curtió por el sol de todos los veranos, su cabeza fue perdiendo pelo y sus ternos envejecieron irremediablemente mientras él, sentado en la vieja banca, anotaba sus desvaríos de amor para luego meditar sobre ellos andando sobre un circuito propio y repetido sin fin, con la mirada del que ve pero no mira y los pensamientos estacionados en su amor perdido (dicen que habría perdido a su novia o a su esposa). Este buen señor era parte de la ciudad, de la ciudad miraflorina. Tomó sin pedirlo un pedazo de vereda y esculpió en ella su propio e inmodificable trayecto. A su manera y por las razones que nunca se sabrán con exactitud, enunció su protesta y consagró su espera en ese reducido tramo que nadie osó prohibir ni interrumpir. Algo nos quiso decir, pero sólo llegamos a atisbar su profunda pena y su insondable soledad que el decidió compartir con todos los públicos que se cruzaron en su andar. Ellos, los otros, observándolo y hasta burlándose en algún caso. Él omitiendo la presencia de la gente e ignorando las horas. Hasta el día que no volvió más. Y con él se fue una parte significativa del distrito que ya no volverá.
* Escrito en Miraflores, 13 de noviembre de 2009
[1] En el sentido de grupos homogéneos de jóvenes identificados por su
pertenencia a una zona específica de un distrito que comparten rutinas de
reunión y diversión.