El futuro es ahora

Hace algunas semanas culminé la lectura de un libro retador: “El Fin del Mundo, tal y como lo conocemos” de la periodista madrileña Marta García Aller escrito el 2017. Un sabor a incertidumbre y curiosidad me quedó arraigado en la mente. Ella sostiene que en nuestro siglo XXI hay en curso un conjunto de innovaciones, inventos y desarrollos tecnológicos tan potentes y universalizantes que, casi sin darnos cuenta, aceptamos su presencia, los incorporamos a nuestra vida cotidiana pues “nos facilitan la vida” pero al mismo tiempo transforman radicalmente nuestras necesidades tanto en nuestra condición de individuos como al nivel de la vida en sociedad.

El uso masivo del internet, la robotización imparable de la producción y los servicios, la inteligencia artificial y el reino de los algoritmos enviará al cajón de los recuerdos muchas actividades, profesiones, costumbres y necesidades que eran constitutivas de nuestro ser social tan sólo hace algunos años. Citaré tres frases muy elocuentes al respecto. La primera sostiene que (hoy) “….ni siquiera tiene sentido preguntar a los niños qué quieren ser de mayores (porque) las profesiones a las que aspirarán aún no existen”. La segunda, en clara alusión al reemplazo de trabajos rutinarios en materia administrativa es “todo lo que pueda hacer un algoritmo, lo terminará haciendo” en clara referencia a la creciente sustitución de personas por robots. Dicho sea de paso, ¿no le ha ocurrido ya que al llamar por teléfono a una tienda o algún servicio descubre que la amable voz que responde es la un robot que, para continuar atendiéndolo, le plantea disyuntivas asociadas a su programación robótica y no a sus urgencias? La tercera referida a un necesario cambio de actitud al señalar que la clave del futuro (en realidad del presente post pandemia) “va a estar en el aprendizaje continuo, porque el valor no va estar en la rutina, sino en adaptarse….seremos nómadas del conocimiento en continua reinvención”.

Con este preámbulo la autora lanza reflexiones interesantes (y escalofriantes) referidas al fin del trabajo, al fin de las cosas y del dinero, a la desaparición de los semáforos y las papeletas y al inevitable decaimiento de los centros comerciales. Vaticina también el fin de la privacidad y de la conversación entre otros hábitos que están camino a desaparecer a contrapelo del constante incremento de horizonte de vida con técnicas de manipulación genética y reprogramación celular. Y termina vaticinando que pronto “nos pasaremos la vida siendo eternos estudiantes….pues ser estudiante ya no será una fase sino un proceso vital”.

Aunque confieso que nunca antes fui muy afecto a este tipo de lecturas, debo admitir que me ha impactado. Me pregunto cómo evolucionarán las instituciones –en particular las públicas- en escenarios tan dinámicos y retadores. ¿Cómo imaginar la gestión municipal del tráfico en las grandes ciudades inundadas con coches sin conductor y peatones desplazándose en vehículos eléctricos en todas direcciones? O cómo debe proyectarse la transformación de la Aduana en un mundo en el que los controles en fronteras sean nada más que meros artificios y en el que la información fluye segura y los procesos rutinarios ya están automatizados?       

Necesitamos abrir el debate y la reflexión convencidos que nada de lo que venimos haciendo seguirá siendo útil y vigente en breve. ¿Tiene la institucionalidad pública la flexibilidad y vocación de adaptación para asumir con honestidad estos desafíos? Debemos asegurar que así sea.

Rafael García Melgar

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